martes, 1 de noviembre de 2016



La actualidad rabiosa






Caretas genocidas y carotas mancillados



Síntesis de las descripciones realizadas por los periódicos en papel editados en Madrid de los eventos acaecidos el jueves pasado en la Universidad Autónoma:


Un grupo de violentos con los rostros cubiertos impide el ejercicio de la libertad de expresión de Felipe Gonzalez y Juan Luis Cebrían en la Universidad Autónoma de Madrid. 



Descripción (traducida) de los hechos que habría publicado, no ya el New York Times, el Wall Street Journal:

Unos doscientos estudiantes de la UAM, algunos de ellos llevando caretas con eslóganes, se concentran para manifestar su repulsa a la presencia de Felipe Gonzalez y Juan Luis Cebrián, quienes habían acudido para participar en un acto académico. Los responsables del acto decidieron suspenderlo ante la posibilidad de incidentes.


Síntesis de las informaciones y valoraciones – además de las ya incluidas en su muy neutra descripción de los hechos – realizadas por los periódicos en papel editados en Madrid. Ningún dato está contrastado; la mayoría son falsos:

Los manifestantes no permitieron que tuviera lugar el acto académico. Los manifestantes había sido convocados por Podemos. Los manifestantes iban encapuchados. La conducta de los manifestantes fue violenta. Los manifestantes eran fascistas. Los manifestantes eran matones. Los manifestantes eran proetarras. Los manifestantes eran como Tejero el 23F. Los manifestantes eran como Millán Astray, y Gonzalez y Cebrián, como Unamuno.



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No sólo los editoriales y columnas de los periódicos en papel editados en Madrid, también los digitales, incluidos los progres, aceptaron unánimemente una versión de los hechos tan absolutamente ajena a toda deontología periodística, en primer lugar porque porque es falsa y en segundo porque enmascara como información opiniones y valoraciones. A lo sumo, algún que otro colaborador de algún que otro digital matizaba algún que otro punto no esencial. Y siempre después de expresar su rechazo o su disconformidad en general con los manifestantes. 

Reserva previa que me recuerda a aquellos tiempos en los que, para apuntar tímidamente que lo que sucedía en Euskalherría tenía componentes políticos, había con anterioridad que gastar un cuarto de hora explicando, más bien abjurando ante un tribunal de la Inquisición, que uno no tenía vinculación alguna con los terroristas y que discrepaba política y éticamente por completo de sus actividades. Y aun así, a veces saltaba indignado un comisario político, de IU o del PSOE – porque esos pequeños matices discrepantes del discurso oficial sólo me atrevía a insinuarlos con gente 'de izquierda', no estaba tan loco como para hacerlo ante personas no fiables o desconocidas – a quien no le bastaban esas aclaraciones y me exigía una condena expresa. 

Saco a colación estas anécdotas no anecdóticas porque esa especie de abjuración previa, común a los periodistas al opinar sobre los sucesos de la Universidad Autónoma (y de muchísimos otros) y a cualquier español al hablar sobre el conflicto vasco, refleja la vulneración sistemática de la libertad de expresión, en el terreno de lo fáctico, que se da en este país. Ciertamente, la libertad de expresión se halla reconocida en la Constitución con el alto honor de derecho fundamental y sigue esplendorosa en el ámbito formal, donde ha de cumplir su función ideológica de 
cimentar la ficción democrática. Se trata, como en tantos otros elementos de la 'democracia que nos dimos en el 78', de cercenar un derecho, ajustándolo a las necesidades en cada momento de la oligarquía, sin que se note mucho, manteniendo la vigencia legal de la norma.

 Lo que diferencia estos dos casos en los que la libertad de expresión se convierte en papel mojado son los mecanismos específicos para efectuarlo, que, de algún modo, remiten a los foucaltianos dispositivos disciplinarios y dispositivos normalizadores o de control. Primero, describiré someramente el caso vasco y me detendré más con la situación en los media. 

El procedimiento mediante el cual se impidió tratar libremente de la problemática vasca en los años de plomo (y que continúa ahora, aunque con menor virulencia) fue implementado y operado por el Estado, introduciendo para ello en el Código Penal un elemento ad hoc, la 'apología del terrorismo', en virtud del cual, y por vez primera, se contemplaba que un discurso analítico pudiera ser delictivo. Hasta ese momento, y suprimida la blasfemia como figura penalizable, tan sólo quedaban proscritos legalmente enunciados performativos, del tipo de amenazas, informaciones encaminadas a la comisión de un delito, calumnias, etc., es decir, expresiones que hacían daño en sí o que eran condiciones necesarias para llevar a cabo conductas lesivas. A partir de entonces, ya había cosas que, por ley, no se podían decir, sin, supuestamente, lastimar a nadie en concreto, tan sólo a 'la sociedad'. Se restablecían las ideas prohibidas, en un claro retroceso a la premodernidad. 

De entrada, esa restricción suscita una cuestión genérica: ¿Es lícito ponerle barreras a la libertad de expresión?, ¿hay algún enunciado – no performativo – cuyo proferimiento o difusión escrita en el ámbito público deban ser considerados delitos? Se trata de un asunto complejo, en torno al cual hay una amplia literatura polémica en la que se encuentran argumentaciones muy rigurosas tanto en un sentido como en el contrario; no se puede resolver de un plumazo. En mi opinión, no es lícita ninguna restricción a la exposición de ideas, por absurdas o maléficas que se consideren. A modo de ejemplo, yo no aplaudí el cierre de la librería nazi de Barcelona. En todo caso, para lo que ahora nos ocupa es posible, afortunadamente, soslayar este debate.

Aceptemos, pues, que es lícito penalizar ciertas expresiones o discursos; en este caso, el ensalzamiento del terrorismo. Con esa legitimidad de partida, se llegó a un estado de cosas en el que, previa una 'sensibilización' de la opinión publica por unos medios cómplices y contando con un cuerpo de jueces y fiscales muy mayoritariamente alineados con la estrategia del establishment, cualquier análisis político del contencioso vasco que no se planteara como el apocalíptico combate entre el bien y el mal, entre los 'demócratas' y los 'violentos' (también aquí los violentos), constituía apología del terrorismo. El plan ZEN, con sus barrionuevos y sus garzones, sus orejas y sus callejas, se había cargado la libertad de expresión en España.

El segundo mecanismo de coerción de la libertad de expresión no procede del Estado, sino de la llamada 'sociedad civil', de los poderes civiles. Éstos no pueden meter a los malos en la cárcel, pero disponen de otras armas: la coerción económica y sociocultural. Antes de seguir y para no perdernos con las palabras, explicitaré mi mi noción de lo que es la libertad de expresión. Tal libertad es, en puridad, la libertad de comunicación publica. Libertad de expresión no refiere conductas como hablar solo en mi cuarto, por muy bien que me exprese, o conversar con mi madre y mi hijo en el salón. La libertad de expresión, propongo, consiste en emitir opiniones en lugares públicos y, en su caso, de difundirlas en formato escrito, en papel o en la red, sin que ello acarree otras consecuencias desagradables posibles que suscitar un disenso o ganarse alguna enemistad. No existe libertad de expresión cuando lo expresado carece de la potencia de influir sobre algún segmento mínimamente significativo de la opinión publica.

Se observará que esta caracterización implica una toma de posición en relación con otro enjundioso debate politológico, el de la oposición entre libertades formales y reales, o, en una variante más técnica, la libertad positiva frente a la libertad negativa; la libertad de los antiguos frente a la libertad de los modernos, que decía el moderno Constant. En su vertiente negativa, la libertad de expresión radica en que nadie, empezando por el Estado y su ordenamiento jurídico-represivo, me impida decir lo que deseo. Por supuesto, sin esta condición negativa, no cabe hablar de libertad de expresión. Por su parte, la libertad positiva no niega la negativa, sino que la integra en un espacio más amplio. El concepto de libertad positiva surge de la existencia de unas condiciones sociales – políticas, económicas y culturales – que dificultan o hacen imposible el ejercicio de una libertad por mucho que ningún otro sujeto físico o jurídico lo obstaculice. Veamos como se aplica esta dicotomía en el caso de la libertad de expresión comparando su tratamiento constitucional con el de la de vivienda.

En los textos constitucionales no suele hablarse directamente de libertades, sino del derecho a realizar ciertas actividades con libertad. Así, el artículo 20.1 de la Constitución del 78 expone: “Se reconocen y protegen los derechos: a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”. El artículo 47: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”. Aunque con una forma parecida, los artículos tienen un carácter muy diferente. El 20 pertenece a la parte 'liberal' de la Constitución y el 47 a la parte 'social'. Mientras la parte negativa se hace explícita en el 20, en el 40 se elide, ya que se supone evidente que hay libertad para tener o no tener una vivienda 'digna y adecuada'. Mucho suponer, porque si no tengo dinero para pagar una vivienda, no puedo disfrutar de ese derecho, si no pago el alquiler o el crédito hipotecario, me voy a la calle, etc. Es decir, en muchos casos, no se puede ejercer la libertad de disfrutar, o no, de una vivienda. Algo que, en efecto, se da por hecho, al tratarse de un artículo 'social', y, por eso en el mismo párrafo se añade que los poderes públicos tomarán una serie de medidas para hacer efectivo el derecho. Que esas medidas sean inadecuadas o insuficientes salta a la vista, pero incluso los gobiernos más neoliberales aseguran esforzarse por conseguir que todo el mundo disponga de una casa donde vivir. Y, aunque casi siempre la realidad sea la contraria y dejen a más gente en la calle, lo que aquí importa es que los Estados se muestran siempre como involucrados en el objetivo, aceptan como obligación suya el cumplimiento del artículo 47.

El articulo 20 es puramente negativo. Se consagra la libertad de expresión, pero no, en los términos que arriba he definido, su ejercicio efectivo. Aquel que tenga los medios materiales para dirigirse al gran público, puede hacerlo sin cortapisas; quien no los tenga, no podrá hacerlo, y el Estado se desentiende de ello. Más allá de que nadie vaya a la cárcel por blasfemar o por decir en el bar que los del PPSOE se lo llevan crudo, la libertad de expresión es la libertad de los media, la libertad de prensa como se decía en otros tiempos. Y la libertad de los media es la libertad de los dueños de los media, 'la libertad del dueño de la imprenta' como dice Correa con gracejo ecuatoriano. Es aquí tan flagrante la contradicción entre libertad formal-negativa y real-positiva que, imagino que por esa 'hábil' estrategia de los franquistas reconvertidos de dejar alguna pullita progresista en la Constitución a modo de migajas para unas izquierdas que estaban tragando en todo lo importante, se añadió un punto, el 3, al artículo 20, que reza: “La ley regulará la organización y el control parlamentario de los medios de comunicación social dependientes del Estado o de cualquier ente público y garantizará el acceso a dichos medios de los grupos sociales y políticos significativos, respetando el pluralismo de la sociedad y de las diversas lenguas de España”. Lo cierto es que, a diferencia del artículo 47, donde al menos de boquilla, se ha tenido en cuenta esa positivación del derecho, en el 20 nadie nunca ha hecho el menor intento de llevarlo a cabo. Los medios públicos han ido desapareciendo, prácticamente sólo quedan RTVE, EFE y cadenas autonómicas, y siempre han constituido un instrumento de manipulación y propaganda del partido en el poder. 

En España, pues, la libertad de expresión se halla atrapada por un doble cepo: el monopolio de los grandes medios y las limitaciones, autoimpuestas o externas, de temáticas y contenidos. Los grandes media – El País, El Mundo, ABC, La Vanguardia, La Razón Atresmedia, Mediaset, y pocos más – , en rigor: sus propietarios, forman parte prominente del establishment español, son los principales sostenedores del consentimiento popular del Régimen del 78, los creadores y mantenedores de un discurso cada vez más resquebrajado y desprestigiado pero que sigue siendo para la mayoría de la población el único, y sin alternativa concebible. La estructura jerárquica cada vez más vertical de estos medios hace de los periodistas – personajes por lo general un tanto patéticos que viven, algunos muy bien, de los recuerdos de épocas, embellecidas y fantaseadas, dicho sea de paso, en que eran el contrapeso del Poder – simples amanuenses de los dictados de sus amos; les va en ello la manduca de sus churumbeles. Hace unas semanas asistimos al patético espectáculo de la redacción del País protestando por la indecencia de unos textos publicados en el diario en que se llamaba al linchamiento de Pedro Sanchez (que, por cierto, se consumó pocos días después); unos textos que habían escrito ellos mismos. Dos semanas más tarde escribirían artículos aun mas indecentes sobre los fascio-terroristas de la Autónoma.

Se puede aducir que no sólo existen estos grandes medios integrados en el poder oligárquico, que también existen otros de dimensiones más reducidas pero que aun cubren la definición de portadores de libertad de expresión tal como la definí arriba. Son publicaciones generalmente digitales que no están en el núcleo del sistema, como las grandes, y podrían representar una alternativa informativa e ideológica al mismo. Mi opinión es que esos medios, si es cierto que no forman parte del establishment, tampoco se ubican, culturalmente, extramuros del Régimen. Que vienen a ser lo mismo que supuso, malgré lui, IU, y antes el PCE, durante los últimos veinticinco años: un apéndice inofensivo y, además, legitimador por cuanto creaba la ilusión de que se toleraba la disensión radical, y que la utopía era posible simplemente votándoles. En teoría, estos 'medios intermedios', y me estoy refiriendo ya a los tomados por más o menos izquierdistas, más o menos independientes, por ejemplo: Publico, Eldiario.es, Infolibre y, en otro formato, Elconfidencial o Vox Populi, sí podrían poner a prueba los limites estatales de la libertad de expresión, lo que sería fastidioso para el Régimen porque tendría que recurrir a la represión directa y abierta. En la realidad, todas estas publicaciones surgen con la vocación de hacerse y mantener un nicho de mercado no muy lejano de los citados diarios en papel,y, si se presenta la oportunidad, dar el salto hacia arriba. Hay una fuerte competencia empresarial entre ellos y los costes de producción no son desdeñables. La mayor parte de ellos se editan en abierto, de modo que su fuente de financiación es básicamente la publicidad. Los anunciantes no son como en Diagonal, auténtica prensa independiente y crítica, correligionarios con algún negociete alternativo, son bancos, eléctricas, y similares, grandes y medianas empresas. Por ahí ya asoma la posibilidad de una censura económica de contenidos: las empresas no pagan a quienes pretenden quitarles el agua del que beben. Sin embargo, me interesa más, porque es menos obvio y más eficaz en el corto plazo, otro mecanismo de sujeción económica, el hecho de que los anunciantes se basan principalmente en los indices de uso de la publicación – audiencia, difusión, visitas, etc. – para contratar los anuncios y que esos mismo indices ponderan el precio por anunciarse, no cuesta lo mismo un anuncio de media página en El País que en Publico. 

Y es en relación con esta exigencia de lectores que entra en escena el 'achique de espacios' cultural que ha impuesto el Régimen del 78 a la sociedad española. Un equivalente de los límites penales que veíamos arriba con la diferencia de que quienes los traspasan no van a la cárcel; pero sí son castigados, en unos casos con la perdida de sus medios de subsistencia y con algún tipo de marginación social en otros. No se trata, desde luego, de que se halle acotado un campo discursivo en el que solamente sean posibles justificaciones y loas al estado de cosas vigente. La crítica también cabe, de hecho es necesaria para construir un imaginario hegemónico de libertad y democracia. Se permiten, y hasta se alientan, determinadas criticas en determinados sitios y en determinados momentos. El resto es silencio. 

Todo ello sin recurrir a la acción punitiva judicial policial, todo ello en el seno de la sociedad civil. Lo explicaré con un ejemplo, tomando como representante de ese sector medio en búsqueda y captura de lectores a El diario.es; lo que se diga de él vale para el resto. El diario.es se mueve en un espacio ideológico de izquierda, sabe que desde la derecha únicamente van a entrar veinte o treinta personas, en su mayoría para trolear. El target es la gente de izquierda. Pero no hay algo objetivable como 'gente de izquierda' porque no existe algo objetivable como 'izquierda'; hay una amplia variedad de izquierdas, cuyo único denominador común es que cada una de ellas esta compuesta por individuos que se consideran a sí mismo de izquierdas (aunque, con frecuencia, no a muchos de los otros sedicentes izquierdistas). Si fuera viable, Eldiario.es echaría sus redes para pescarlos a todos, desde psoeros a stalocomunistas. Pero no lo es, no se puede atraer a unos sin expulsar a otros; hay que seleccionar. El criterio utilizado,  creo que el idóneo para los fines buscados, es situarse por su derecha justamente al otro lado de la frontera que deja (o dejaba) El País. Y por la izquierda – lo que aquí nos interesa – ocupar hasta el limite de 'lo razonable', del sentido común. Lo que ésta más allá es ya muy minoritario, empeora el balance. 

La Cultura-Propaganda ha hecho de la disidencia 'radical', es decir de toda aquella que trasciende el umbral del sentido común impuesto una muestra de insania socialmente peligrosa, de tal modo que supone un paso que pocos están dispuestos a dar por mucho que su buen sentido intelectual y moral esté en condiciones de desmontar el sentido común en lo que es: un constructo esencialmente ideológico que presenta como natural cualquier aberració funcional al orden establecido. Y es que hay cosas que no se pueden decir en los bares, en el trabajo o en las comidas familiares sin que te cataloguen de terrorista o de lunático. Esto es, que ante las dos de las posibles respuestas comunicativas a tu mensaje, bien de reconocimiento, bien de rechazo-exclusión, la gran mayoría opte por la última. Quizá tu madre te disculpará, meneando la cabeza, con su infinito amor y comprensión, pero tus cuñados ya están haciendo planes para encarcelarte o incapacitarte y quedarse con tu parte de herencia. Y luego, la soledad. Si tu heterodoxia estaba ya codificada, es posible que encuentres una secta que te devuelva a la experiencia intraplacentaria, pero, como vayas por libre, para hablar con alguien  tendrás que comprarte un búho; éste, al menos, te mirará con atención y no saldrá volando hasta que anochezca.

Ignacio Escolar, seguimos con el ejemplo, es consciente de todo lo anterior, y por ello la optimización de la oferta informativa de El diario.es se concreta en una una información main stream para progres y unas opiniones críticas dentro del espacio 'permitido'. Esporádicamente, aparecerán artículos que rebasan ese espacio e incluso mantendrá algún colaborador 'antisistema' para rebañar algo de ese mundo exterior caótico poblado por réprobos y dementes, obligados a leer-escribir en publicaciones marginalizadas, asfixiadas económicamente y repudiadas por el buen gusto administrado. Publicaciones que sufren la arriba mencionada negación por partida doble de su derecho formal a la libertad de expresión. Por un lado, el de los poderes civiles, se las priva de toda posible financiación que no sea la de sus lectores, se las invisibiliza de múltiples maneras, por ejemplo, nunca son citadas en medios 'serios' o masivos (recuérdese el caso de Rebelión y la Wikipedia), se las anatemiza, etc.; por el otro lado, el del poder estatal, se les imponen de vez en cuando fuertes multas o se condena por vía penal a sus responsables, a modo de aviso a navegantes (internautas en este caso). 






Concluyo con los siguientes puntos a manera de resumen y posicionamiento. 

- Juan Luis Cebríán y Felipe Gonzalez pertenecen al reducido grupo de personas que gozan en España de libertad de expresión y que, directa o indirectamente, sostienen ese oligopolio.  Cebrían dirige tiránicamente las publicaciones escritas y audiovisuales del grupo PRISA que, aunque en clara decadencia, todavía es de los más importantes en difusión e influencia política y cultural del Estado. Gonzalez puede 'expresar' lo que quiera y cuando quiera en la plataforma PRISA y, a través de su íntimo amigo y aliado estratégico Cebrían, manipular e intoxicar cuanto desee en esa plataforma mediática.

- Uno de los escasísimos espacios en los que pueden expresarse públicamente con cierta libertad aquellos que no pertenecen a la oligarquía son la universidades, donde los estudiantes tienen la posibilidad, a veces teniendo que vencer la dificultades que les ponen las autoridades académicas, de organizar seminarios, congresos, conferencias y otros actos culturales sin atenerse a los guiones hegemóniamente predeterminados. En ese sentido, y con todas la limitaciones y salvedades, las universidades son un espacio de contrapoder cultural y debe ser protegido como tal de los intentos de asimilación por la cultura, en formas y contenidos, del Régimen. 

- Que unos señores que niegan sistemáticamente la difusión de unas ideas distintas a las suyas en los medios mayoritarios que controlan pretendan expresarse en lugares donde se intenta crear un modelo de libertad de expresión crítica y democrática, es decir, dando voz los que no tienen voz sistémicamente, es no ya una manifestación de prepotencia, se trata de una provocación perfectamente premeditada. Máxime cuando ellos sabían perfectamente la reacción que iban a suscitar. Tanto es así que se hace difícil no creer que la comparecencia de Cebrián y González tenía como finalidad consolidar la jugada que ambos en comandita acababan de promover y auspiciar: el golpe palaciego de los barones del PSOE para darle el gobierno a Rajoy y poner orden en el país. Demonizando a los estudiantes como 'violentos' y acusando a Podemos, sin prueba alguna y en contra de muchas evidencias, de estar detrás de la 'salvaje asonada' de los jóvenes encaretados se remarcaban las fronteras entre la civilización – PP, PSOE Ciudadanos – y la barbarie – Podemos y demás malas hierbas – que el golpe baronil iba a consolidar políticamente en las instituciones.

- La actuación de los manifestantes fue correcta hasta donde se les dejó. Exhibir públicamente su repulsa por la irrupción provocadora de dos personajes que representan lo peor de un Régimen corrupto hasta la médula, cuyo mayor activo fue salvar el culo y los negocios de los franquistas es, sencillamente, un imperativo ético. Es, además, un acto de uso de la libertad de expresión real, y, a la vez un desenmascaramiento implícito de su minnimización por el sistema. Los estudiantes no tienen El Pais para decir y argumentar su opinión sobre la concentración de la información o el terrorismo de Estado. Tampoco el ABC o El Mundo; allí se crítica a Cebrían y a González desde unos planteamientos en lo que auello que importa no es que sean de derechas, sino que se hallan dentro del campo cultural del Regimen. Así, el único recurso de los estudiantes es una forma precaria de mostrar sus ideas: con caretas, pancartas y consignas.  

- Un político manchado de sangre. Un periodista (?), de la tinta empleada en mentir, en destruir la poca conciencia crítica que se generó en los años 70s dando gatos autocomplacientes por liebres transformadoras, en poner el grupo de comunicación más influyente de los últimos cuarenta años al servicio de los propios intereses económicos. ¿Hay que escucharlos?, ¿es que no tienen bastantes con sus tribunas? Ya sabemos, porque por todas partes se nos obliga a oírlo, lo que cuentan. Y lo que cuentan apesta.
- Conseguidos sus objetivos, poner de manifiesto el carácter totalitario de Podemos, nuestros héroes salieron por piernas sin que exista constancia alguna de que no se les iba a dejar hablar. Ignoro por completo cual era la intención de los manifestantes en el caso de que Cebrián y González hubieran decidido entrar en el aula, algo perfectamente posible que no niegan ni esas crónicas que comparan lo que allí pasó con el 23F. Lo que creo que debieran haber hecho en tal caso es entrar en la sala y no permitirles a los próceres del trile enunciar la sarta de naderías y mixtificaciones que suelen, proponiéndoles un debate – que, por supuesto, no habría sido aceptado – sobre el siniestro papel que han jugado en la historia reciente de España. Libertad de expresión, pero esta vez sin que ellos marquen la temática y, sobre todo, sin el monopolio de la palabra; discutiendo de igual a igual. 

- En el caso de que mediante alguna treta no se hubiera permitido el acceso de los manifestantes a la sala de conferencias, la única actuación ética y política no claudicante habría sido boicotear el acto por la fuerza. Si vamos a una guerra de posiciones, como nos informan los gramscianos que aparecen ahora debajo de cada piedra, es preciso defender nuestros territorios en lo que tienen de nuestros.