lunes, 13 de noviembre de 2017




Los catalanes hacen cosas y son 
muy españoles y mucho presos


No hace falta ser Laclau o alguno de sus aventajados discípulos para saber de la importancia de manejar con eficacia el lenguaje publicado, y, más concretamente, de las asignaciones de significados a significantes. A raíz del encarcelamiento ‘preventivo’, primero de los Jordis y, más tarde, de ocho consellers del gobierno de la Generalitat de Catalunya, se ha emprendido una nueva batalla mediática por las palabras que, como sucede últimamente, es una blitzkrieg al mayor provecho de un Régimen, el del 78, en plena renovación autoritaria. El litigio semántico consiste en impugnar la caracterización de presos políticos a todos estos catalanes acusados de rebelión que, por la inercia del sentido común, se les concedió en un primer momento. Inmediatamente, los media se encargaron de expandir consignas -- con su argumentario incluido --, de rechazo de tal caracterización, consignas emanadas de los think tanks de los partidos del régimen y sucursales para que dirigentes, militantes y simpatizantes los repitan como loritos sin entrar en ningún momento a cuestionarlos, y, en muchos casos, sin siquiera comprenderlos. Ya sabemos que un argumentario es la antítesis de un argumento: elaborado por otros y no sometido a crítica.


Para las capas más superficiales y subpolitizadas, y para cuñados en general, se inventó un retruécano que produce vergüenza ajena: no son presos políticos, son políticos presos. Claro, y Díaz Ferrán es un empresario preso, pero no le entrullaron por ser empresario, sino por robar. Y Marcelino Camacho fue un metalúrgico preso, y además un preso político. Esos jugueteos de sustantivos y adjetivos son pueriles, pero se ve que a algunos les parecen el no va más de la sutileza intelectual. Pasemos a algo serio, la segunda linea de pertrechamiento polémico que consiste en la negación de que los Jordis y los consellers sean presos políticos. Antes de continuar, propondré una definición que creo bastante amplia y poco objetable de preso político: ‘aquella persona privada de su libertad por haber cometido – presuntamente, o según una sentencia judicial – un delito de índole política’, siendo un delito de índole política 'toda transgresión del Código Penal positivo cuya intencionalidad y objetivo es cambiar, en mayor o menor grado, la organización sociopolítica vigente”. Esta concepción es moralmente neutra, que haya presos políticos no es en principio ni bueno ni malo, depende de las circunstancias y los presupuestos valorativos. Puedo estar de acuerdo o en desacuerdo con que condenen a prisión a tal o cual persona sin que ello me haga dudar de que será un preso político. Así, que me pareciese muy bien que encarcelaran a Tejero o a Rodriguez Galindo, no impidió considerarlos presos políticos. Otro ejemplo: Roldan no fue un preso político, pero Vera y Barrionuevo, sí, por mucha repulsión que nos susciten los GAL.


Desde esta visión genérica, en la que sin la menor sombra de duda tienen cabida los Jordis y los consellers, cuestionaré los planteamientos que rechazan su consideración de presos políticos. En concreto me referiré a los dos más utilizados, empezando por el más simple y menos cargado de ideología, aunque más de tontería. Consiste en reducir los presos políticos a los llamados 'presos de conciencia', los encarcelados por 'sus ideas'.  Se construye entonces un argumento que me retrotrae nostalgicamente a mis muy lejanos estudios de Lógica, porque está pidiendo a gritos ser formalizdo como silogismo. Así que – perdón si me pongo un poco estupendo – tenemos:

- Premisa mayor: Todos los presos políticos son aquellos a quienes se priva de libertad por tener determinadas ideas

- Premisa menor: Ninguno de aquellos de los que hablamos (los Jordis et alii) está en la carcel por sus ideas (el escrito de acusación de la fiscalía no dice nada de ideas)

- Conclusión: Ninguno de aquellos de los que hablamos (los Jordis et alii) son presos políticos


Un camestres pura sangre. Es sabido que para que la conclusión sea verdadera debe deducirse de dos premisas ciertas. Aquí, la premisa menor es cierta y la conclusión es correcta formalmente, esto es se infiere de las premisas. El problema es la premisa principal. Si fuera falsa, la conclusión también lo sería. Pero es que ni siquiera es falsa; es inverificable, lo que, en Lógica, equivale a carente de sentido. En efecto, a nadie se le puede enchironar, y tampoco recompensar, por lo que piensa porque es imposible conocer lo que piensa. Es el famoso problema filosófico de las ‘otras mentes’, de honda raigambre epistemológica, y en el que, tranquilos, no voy a entrar. Grosso modo, a nadie se le empapela por pensar que el comunismo es el horizonte de la liberación humana, el delito sería decirlo, y lo sería porque se supone una intención propagandística y proselitista orientada a subvertir el orden (aunque sea todo a niveles micro). El delito no es, pues, pensar, sino actuar, en este caso: decir. Si los presos políticos lo fueran en virtud de sus más o menos deletéreas ideas no habría ningún preso político ni en la más férrea dictadura. Así que cuando nuestros compatriotas españoles y mucho españoles sentencian con gravedad “En este país nadie va a la cárcel por sus ideas”, habría que hacerles notar que, en efecto, ni en éste ni en ninguno.

El otro criterio para separar a los presos políticos de los no-políticos es mucho más sutil y contiene una carga de profundidad ideológica impresionante. Se basa, no en la naturaleza de los hechos, sino en la naturaleza del Estado que impone las privaciones de libertad, y asevera que en las democracias no existen presos políticos. Quizá la formulación más cruda se la he leído al conocido y ya jubilado catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez-Royo; pese a que, en general, se ha mostrado muy crítico con las prácticas jurídicas mediante las cuales los muy unificados poderes de Estado han pretendido solucionar su contencioso con Cataluña,  Pérez-Royo publicó un articulo en eldiario.es del ocho de noviembre que comenzaba con el siguiente, y, para mí, asombroso párrafo:“En España no es que no haya presos políticos, sino que no puede haberlos. Presos políticos y democracia son términos incompatibles.” Dejemos a un lado la muy discutible caracterización del Estado español como democrático, que él mismo advierte, al añadir a modo de excusatio non petita: “ … no creo que pueda existir la más mínima duda de que España es un Estado democrático. Así se reconoce de manera generalizada. Más todavía: no ocupa un mal lugar en los rankings de los países democráticos confeccionados por los centros y organismos internacionales más reputados en este terreno”. Da igual, aceptemos, al modo de aquel anuncio del pulpo y el animal de compañía, a España como democracia. Lo que interesa aquí es la idea de que las actividades no legales, por más que vayan encaminadas a alterar el orden sociopolítico establecido, si este es democrático, no son políticas. La legalidad marca el límite de la política. Y que esa legalidad se halle legitimada por darse en un marco político democrático es pura trivialidad – ¿que Estado no se autodesigna democrático desde hace setenta años? Suele objetarse que las constituciones democráticas establecen cauces para promover legalmente cambios sustanciales, pero en la realidad – como se ha visto con el caso catalán – los constituyentes acostumbran a blindarla por la vía de los hechos, por ejemplo exigiendo mayorías que, prevén, no se van a dar nunca. Todos los sistemas políticos tiende a conservarse y ello implica que se protegen frente a aquello que pone en peligro su estabilidad. La sedicente Democracia de los países modernos – que no es sino una oligarquía de clase con elecciones controladas – se revela, entonces, un espacio totalitario, omniabarcante. Niega la Política, porque niega un exterior a ella, cuando toda política es, precisamente, ese juego conflictivo de poderes entre interior y exterior (Rancière hablaría – y yo estoy de acuerdo con él – de Policía y de Política).

A esta luz cobra sentido tanto empeño en evitar el adjetivo ‘político’ aplicado a reclusos. Porque si, como hemos visto, en una democracia no puede haber – ex definitione, como enuncia sin rubor Pérez-Royo – presos políticos, a la inversa, si hay presos políticos, no hay democracia. Se constata la tosquedad de un discurso meramente ideológico al que se le ven todas las costuras. Todo es declarativo, – ‘esto es una Democracia’, ‘esos no son presos políticos’ –, y de su eficacia performativa se encargan unos medios que, como aparatos ideológicos de estado que son, han de detentar una condición de monopolio sin oponente relevante (igual que existen el ejército, la policía nacional y la guardia civil, pero no constituyen tres, sino un único aparato represivo del Estado monopolizador de la violencia, existen el ABC, el Mundo y El País, todos ellos manifestaciones diversas – pretendidas muestras de pluralismo – de un mismo poder de Estado-Sistema construyendo hegemonía cultural).

Sin embargo, el ubicuo rechazo a denominar a los consellers presos políticos no genera lo que debería ser su consecuencia inmediata, tildarlos de ‘presos comunes’. Nadie propone eso porque lo que se propone, insinuada y oblicuamente, es algo más grave: convertir el preso-no-político-pero-tampoco-común en una no-persona, o con más exactitud en una persona que es en sí, por su empecinamiento en atacar lo político – el ordenamiento jurídico-estatal –, impolítico. Un sujeto a quien aplicar un derecho penal de autor, (o de ‘enemigo’ como con sutileza jurídica precisó Günter Jacobs,quien acuñó el término y su concepto de un modo crítico, pero que con el tiempo y el 11S acabó cogiéndole el gusto). Porque no se hace el mal, se es él mal. La cosa viene de lejos. Por ejemplo, Kant, tan querido a los Fernandez-Liria y amiguetes, que lo proponen para máximo inspirador teológico-teórico de Podemos, como alternativa a Laclau y a Marx. El rutinario de Königsberg contempla dos tipos de miembros de la especie humana, aquellos que viven en estado de naturaleza y quienes se hallan en un estado ciudadano-legal. Cuando éstos delinquen se les debe castigar según el acto ilegal cometido, porque hay un contrato tácito (no muy libre, ciertamente) de aceptar la ley y el castigo derivado de su transgresión. Incluso si la infracción es perpetrada por un extranjero, no sujeto a ese ‘contrato’ nacional, se le ha de juzgar y sancionar de igual modo porque se supone que, en su país, es también un ciudadano, y la ciudadanía es universal. A diferencia de éstos, quien explícita y patentemente se enfrenta al ordenamiento jurídico, en esa lógica kantiana (no sólo, Hobbes, por ejemplo, dice algo parecido, a su manera) no comete un delito, sino que pasa a estado de naturaleza. El delito es él mismo. El delito, entonces, es ser catalán independentista, todos ellos son delincuentes por el hecho de ser quienes son; si no han cometido delitos todavía, sedición, rebelión, burla y befa de la Sagrada Constitución, los cometerán más pronto que tarde; lo llevan en la sangre. 

La cosa no es tan sencilla y llevaría muchas páginas desarrollarlo y argumentarlo. Pero no creo ir descaminado. Piénsese en las analogías con el tratamiento legal a los terroristas, presos no-políticos por antonomasia. Gente autoexcluída, voluntariamente situada en un estado de naturaleza prepolítica a lo Kant y, por tanto, sin los derechos de que gozan los ciudadanos de la polis. En las democracias, solo hay presos comunes, aquellos que han perjudicado a particulares, les han matado, le han robado, etc. Quienes se enfrentan al todo, al Estado, no cometen delitos comunes, pero tampoco políticos – nada político es delictivo en Democracia–, están presos en cuanto enemigos ontológicos; presos sin adjetivos.

Por ahí van los tiros de una campaña tan excesiva por lo que parece una sutileza semántica que están desarrollando los voceros del Régimen. Porque han creado un imaginario idílico en el que no caben los presos políticos y han establecido la implicación ‘si hay presos políticos no hay Democracia’. De paso, pretenden matar dos pájaros de un tiro. Al margen del procés, es evidente que el Estado español en manos de la derecha, y sin apenas oposición de la llamada izquierda, está llevando a cabo un recorte de libertades claramente involucionista. En esas condiciones es natural que se hable con mayor o menor rigor y, a veces, con manifiesta exageración, de una vuelta hacia el franquismo. La idea de nuestras élites es aprovechar el shock catalán para reforzar el consenso metiendo en el mismo saco al franquismo y a los presos políticos. Y para el buen fin de esta tan burda y reaccionaria maniobra de adecentamiento del putrefacto Regimen del 78 han aportado su colaboración algunos encarcelados por el franquismo. Arrogándose una representatividad de la que carecen, el ínclito Julián Ariza y unos cuantos más han proclamado ante todo micrófono que se les acercaba a la boca que ellos sí que eran presos políticos y que aquello sí que era una dictadura, no lo de ahora, una Democracia y unos golpistas justamente entre rejas. Alberto Garzón, que cada día desciende un pasito camino del séptimo círculo dantesco, pena de chico, afirma que se le hace difícil pensar en Junqueras como preso político, que él tiene en la cabeza a Marcos Ana. Hombre, si marcos Ana es el modelo, si hay que haber estado treinta años en la cárcel para ser un preso político, nadie más lo ha sido en este país. 

Debo decir que me parece repugnante, políticamente, la actitud de los que se han prestado a esto. Yo fui un preso antifranquista y no me imagino a nadie que me represente menos que Ariza hablando en nombre de todos nosotros. Se me olvidaba decir que fui un antifranquista que no sacó ninguna ventaja material posterior por el hecho de haberlo sido; y no quiero seguir por ahí. Menos mal que hay gente decente como los de la Comuna, que, ademas de luchar porque se haga justicia, ya más con los represores que con los represaliados del franquismo, y no por conseguir alguna indemnizacioncilla, sacaron un comunicado de solidaridad con los Jordis y los consellers, denominándolos, explícitamente y varias veces, ‘presos políticos’.

Los medios españolistas, en su absoluta desvergüenza, que no ven inconveniente alguno en defender una cosa un día y la contraria al siguiente, si así de cambiantes son los intereses de sus amos, ahora está muy contentos porque Carme Forcadell ha ‘aceptado’ el 155 ante el juez del Supremo. No opinaré aquí acerca de la conveniencia ética o política de explicitar, como parece ser que hizo Forcadell, a diferencia de la declaración de los consellers una semana antes, el acatamiento de la Constitución del 78, el reconocimiento de la licitud del 155 y la renuncia a promover vías unilaterales para la independencia de Cataluña. Y no lo hizo, precisamente, por convicción, sino porque alguien le había hecho saber que iba a conseguir un tratamiento mucho más benevolente por parte del juez. El hecho relevante es que se puso en escena un montaje de retractación y sumisión futura bastante parecido a los actos de fe de la Inquisición, lo que confirma la tesis que sostengo acerca del derecho penal de enemigo, no ya distinto del derecho penal democrático y garantista, donde sólo se juzgan delitos pasados, no casos de conciencia ni propósitos de enmienda. Que la canallesca mesetaria haya anunciado jubilosamente la deposición de Forcadell como un acto de abjuración del independentismo unilateral (el único posible) pone de manifiesto una vez más que todo aquí es político: las actividades por las que han sido puestos ante la justicia española una serie de personas, la conducta de los fiscales y jueces de la Audiencia y el Supremo, incluyendo, por suspuesto, la libertad condicional de unos y la prisión provisional de otros y el manejo por los distintos aparatos culturales – de uno y otro bando – de todos estos hechos. Y lo más importante, la conciencia general: todos sabemos que los Jordis y los consellers son presos políticos, lo saben quienes dicen lo contrario sabiendo que mienten, lo sabe hasta Amnistía Internacional (vaya papelón que están haciendo en este asunto).