jueves, 30 de abril de 2020





La trinchera de los balcones (1)


Algunas amigas me alertaron hace unos cuantos días que los aplausos de las ocho se habían ido sustituyendo paulatinamente, no por completo, desde luego, por caceroladas. Comprobé entonces que, en efecto, desde mi ventana había una proporción en torno al 50% de aplausos y de metales chocando. Según parece, la cacerolada codifica el rechazo al modo en que el gobierno está gestionando la crisis, y, ya de paso, al gobierno en general. Así que he tomado los escasos datos que tengo al respecto y he sacado algunas conclusiones, carentes de valor científico por lo reducido de la muestra, que expongo a continuación. Primero los datos, que, integrados, indican que la proporción caceroladas/aplausos es creciente, pero no en todos lados, sino en barrios de Madrid de media-alta capacidad adquisitiva, barrios burgueses, barrios en que los partidos de derechas arrasan. Ahora, las conclusiones.

La iniciativa de aplaudir desde los hogares de reclusión, a modo de homenaje a los sanitarios por, según el caso, su abnegación, o por su heroísmo o porque estaban ahí, les había tocado salvar vidas y se lo agradecíamos, si no espontánea (no sé de dónde surgió, creo que se hace en varios países), sí incidió en la sensibilidad de muchísimas personas y ha conseguido un éxito indiscutible. Pero no se olvide que la sensibilidad colectiva no es un asunto de la 'naturaleza humana', sino de la naturaleza social. Entre otras cosas porque se interpreta culturalmente en la misma cultura con la que el sensibilizado vive simbólicamente sus sensaciones. 
Desde el primer momento el aplauso quería apelar y representar la empatía, la solidaridad, la unidad de los seres humanos en tanto que seres humanos; también estaba claro, no hacía falta más que escuchar los que contaban los medias y los propios aplaudidores, que en esos bellos sentimientos latía un cierto rechazo de lo que nos separaba, una pretensión de que nuestra condición de humanos, en tan graves circunstancias, arramblara con las minudencias que nos llevaban a enfrentarnos los unos con los otros. No muy hobbesiano, desde luego, pero sí muy revelador de un hartazgo de conflicto.

Bonito, demasiado bonito. Y demasiado abstracto para una cultura de horror vacui, una cultura que quiere llenarlo todo. Ya sea por muy arraigadas asociaciones de ideas, ya por la desvergonzada propensión de nuestros políticos a aprovecharlo cualquier cosa que tenga a mano, ese sentimiento de unidad oceánica se fue volviendo más tangible. El gobierno tuvo algo que ver, con su puesta en escena de la epidemia trasvestida de guerra. Aparecen imágenes más reconocibles, el presidente nos cuenta que el coronavirus no conoce fronteras; se refiere a fronteras, internas porque las de los Pirineos o las del Miño sí que paralizan al dichoso bichito. Es decir, nos dice sin decirlo  que lo del Estado Autonómico queda muy bien para la foto pero no para jugar el partido (la última ocurrencia, la de las provincias, es ya de traca). Así que, nos dice el gobierno, esto es una guerra que se disputa en territorio español, el virus es el invasor y, contra él, todos somos soldados españoles, por encima de nuestras diferencias, que ahora se muestran  triviales. Por supuesto, ello convierte en traición de lesa patria criticar al gobierno, ahora bajo la forma de la ‘autoridad competente’, representada icónicamente por unos señores llenos de chapitas que salen en la tele a informar y no saben lo que dicen (su incompatibilidad con el logos es estructural). Todo muy pedestre, y, además -lo siento, Ivan Redondo no te enteras- irremisiblemente condenado al fracaso.

Pasamos de ser todos humanos a ser todos españoles. Y aquí empieza la disimetría. Unos españoles saben serlo mejor que otros. De hecho, saben lo qué es ser español y saben que el hecho de haber nacido en Ciudad Rodrigo no te hacer ser español, tan sólo te da la posibilidad de serlo (cosa que no ocurre si has nacido en Marrakech o en Quito). Aparecen las banderitas, los himnos, los gritos de ‘viva España’, de esa España que nos hemos dado constitucionalmente entre todos. La manifestación a domicilio de las ocho de la tarde se va ‘politizando’ (entre comillas, porque nunca dejó de ser política) allá donde puede hacerlo. La aparición de las caceroladas que ya van explícitamente dirigidas contra el gobierno es la culminación de ese proceso, que quizá sea penoso para muchos pero que no hace sino seguir la lógica de nuestra historia. 
(cont.)

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