viernes, 8 de mayo de 2020



Ayer murió Billy el Niño. A mí no me torturó, ni siquiera me interrogó durante mis estancias en la DGS. De hecho, nadie me torturó, unas cuantas hostias, bastantes amenazas terroríficas, pero nada más. Nada más, en el plano estrictamente físico. Imposible olvidar, y, de verdad, me gustaría, pero no puedo, la sensación de estar en manos de unos psicópatas (o, ni eso) que podían hacer conmigo lo que quisieran, la sensación de no ser nada frente al desprecio infinito que mostraban, sentir que estaba a merced de la arbitrariedad de unos chuloputas perdonavidas, esa conciencia de infinita vulnerabilidad que me invadía cada vez que uno de los interrogantes (el Gitano, le llamaban), paseando a tus espaldas, me daba una bofetada al despiste y ne tiraba de la silla -imposible mantener el equilibrio, esposado-. No me tocó Billy, afortunadamente, pero sí a varios amigos y a una amiga, que me contaron, más o menos, lo que hemos oído al Chato bastantes veces en los medios. Excepto la amiga, que me contó cosas peores. 

Años después, amigos vascos que hice en la mili y con los que conservé alguna relación posterior, me contaban cosas parecidas, algunas más sofisticadas, que sucedían en los diversos Intxaurrondos que por allí proliferaron en las últimas décadas del siglo XX. Billy ya no estaba en la policía. Se había marchado voluntariamente para ganar más dinero aprovechando sus conocimientos y contactos con las llamadas ‘cloacas’ del Estado. A lo mejor no era tan sádico como cuentan los que le conocieron. Prefirió hincharse de pasta en lugar de seguir obteniendo la satisfacción libidinal que le proporcionaba destrozar cuerpos y destruir personas. Y con vistas al mar. Quizá estaba demasiado quemado, no lo sé. 

Recuerdo de los interrogatorios que, en algún momento, me soltaron esa especie de mantra -se lo decían a casi todos– de que no pensara en vengarme cuando ganara la izquierda, incluso si yo llegaba a ser un cargo gubernamental, que todos los Estados necesitaban gente como ellos y que, en ese supuesto de vuelta de tortilla en que yo alcanzaría algún poder institucional, seguro que acabábamos haciéndonos favores mutuos. Cinismo pata negra. Y no se olvide que el cinismo es una forma de realismo, o de hiperrealismo. Tenían razón (excepto en la hipótesis de que yo alcanzaría algún puestecillo de político profesional). El PSOE ese integrante del gobierno más de izquierdas que han conocido los siglos, pudo meter mano a Billy durante los muchos años en que ha gobernado. Aunque sólo hubiera sido él, a modo de símbolo. Pero el simbolismo era el contrario, era dejar claro la continuidad eterna del Estado, que el aparato de Estado franquista no se tocaba, sino que se utilizaba. Después, lo llevaron a la práctica en Euskalherria, con los Amedo y los Galindos, utilizando a los abogados del Estado para defender a los policías denunciados por torturas, potenciando la Audiencia Nacional - pura guerra sucia jurídica- y manteniendo y ascendiendo a jueces como Garzón (que si cayó en desgracia fue por tocarle las pelotas al PP) y Grande-Marlaska, colaboradores necesarios de unas prácticas de tortura sintomática. 

Ahora me salen el vicepresidente Iglesias y la ministra Irene Montero pidiendo perdón en internet por no haberle quitado las pensiones honoríficas a Billy. Puedo soportar postureos, pero hasta un límite. Tienen a un cómplice directo de la tortura de Estado en el gobierno que coocupan. La mayoría, muy muy mayoría en los hechos, del gobierno que coocupan la ostenta un partido que ha utilizado a los billys que pululan por las comisarias o las comandancias de la Guardia Civil. Y que seguirán utilizándolos. Forman parte de un gobierno que sustenta una razón de Estado en que la tortura forma parte de su modus operandi siempre que se haga con discreción y con la adecuada colaboración de mandos y jueces. José Bergamín, buen cristiano, hacía un retruécano con la famosa frase del Nazareno: “Mi reino no es de este mundo”; él la hacía suya transformándola en: “Mi mundo no es de este reino”. Pues eso. Que tragaremos con la ignominia moral de mantener un estado de cosas en las que Billy y sus amigos son enterrados con las pecheras llenas de medallas, sí, del mismo metal que las de los que salían en las ruedas de prensa policial-sanitarias hasta hace poco. Hay muchos billys entre nosotros. Disculpaos por eso, que, por no ser, no sois ni cínicos.

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