jueves, 14 de mayo de 2020



Como es sabido, John Rawls, uno de los principale y más famosos filósofos políticos del siglo XX y máximo representante del liberalismo de izquierdas -liberalismo no en el sentido americano, sinónimo de izquierdismo, sino en el respetabilísimo liberalismo político europeo de toda la vida – concibió en una de sus dos obras fundamentales, ‘Teoría de la justicia’, una situación contrafáctica que sería una especie de condición previa para que los ciudadanos se reunieran, deliberasen y estableciesen las normas que debían regir, por ser justas, la organización de la convivencia sociopolítica. A esa situación la llamó Rawls ‘posición original’ y consiste en que esos ciudadanos constituyentes sometidos a una operación cerebral  o la ingesta de determinados psicotrópicos, se vieran revestidos de un ‘velo de ignorancia’, un estado mental en el que se les olvidara cuales son sus intereses particulares, sus gustos personales, sus afecciones emocionales, su pertenencia a grupos de apego (en sentido amplio, incluyendo partidos políticos), etc. Con ese ‘velo, sólo les restarían a esas personas los grandes principios generales e universales, categóricos -Kant está por todos lados-, carentes necesariamente de todo egoísmo, con los que sería posible elaborar normas, leyes, instituciones justas. No es que yo sea muy fan de Rawls, aunque le respeto muchísimo, pero me viene al pelo como introducción.

La evolución política y cultural de occidente en los últimos años -incluyendo formas rudimentarias y fundamentalistas de identitarismo, y me fastidia decirlo porque soy un multiculturalista convencido – va justamente en sentido contrario al de ese velo de ignorancia de intereses particulares y de prejuicios confortantes. Cada vez con mayor intensidad las opiniones acerca de cualquier evento o dinámica social obedecen más a intereses, simpatías, compromisos, que a un anhelo de entenderlos. Mi intuición, necesitada de un análisis más fundamentado, me apunta que es debido, en parte al menos, a la inmensa cantidad de información cocinada, esto es interpretada, valorada, que recibimos continuamente y que no tiene parangón con alguna otra en la historia de la humanidad. Dado que tenemos que lidiar con centenares de mensajes contradictorios que, insisto, sea cual sea su forma son, por completo o en parte, ideologemas, y sólo podemos asimilar una pequeña proporción, es preciso un filtrado previo que, por la profusión de datos, debe ser casi mecánico; ese mecanismo de selección, creo, son los sesgos de confirmación y de adhesión, directo o contrario sensu, a la autoridad. Viene a ser la extensión de aquel concepto jurídico de aplicación creciente, el ‘Derecho de autor’, del que deriva el ‘Derecho penal de enemigo’. La idea, un tanto zaratústrica, es que la realidad es un combate binario entre los míos y los otros, entendiendo que no hay 'unos' los otros, sino 'un' los otros. Así, tanto por razones estratégicas, como por motivos psicoemocionales, prima el argumento (no lo llamaré falacia) genético: esto es bueno, cierto, bello, porque lo dicen o lo hacen los míos, falso, nocivo, feo, porque lo hacen o dicen los otros.

Aplicado esto a la política de aquí y ahora, es decir, siendo lo uno, la  derecha y lo otro, la izquierda, me preocupa mucho esta deriva. Desde luego, por lo que se refiere a la izquierda, partiendo de que yo me autositúo en este campo. Y me preocupa porque conlleva entregarle al rival nuestro primer y más importante arma: la crítica, el arma de la crítica, que decía el Marx joven (de la crítica de las armas, ya ni hablamos). Para la derecha este proceso no es un problema, al contrario, para ella el problema es la actitud crítica. El campo cultural de la derecha es el del dogma, el de la norma indiscutible, el de la obediencia al poder. Estamos jugando en su terreno. Por supuesto, es fácil postular la crítica sin más, el pensamiento crítico, sin cuestionar -sin hacer crítica de– la dificultad del concepto y de las condiciones concretas en que se desarrolla la actividad crítica. Sin entrar en eso, creo que todo el que me lea sabe de que estoy hablando a un nivel no abstracto. Es como la Verdad, un tema sobre el que los más grandes filósofos no han llegado a una noción homogénea, mientras que cualquiera comprende perfectamente el sentido del enunciado ‘el señor x está mintiendo’.

Mucho más modestamente que Rawls creo que deberíamos ponernos un mini-velo a la hora de afrontar intelectualmente los contenidos que nos llegan de los media y las redes sociales, especialmente cuando vienen disfrazados de mera información ‘objetiva’. 

Por ejemplo, el lunes pasado se llegó a un acuerdo, plasmado en un decreto ley al día siguiente, entre gobierno, sindicatos oficiales y organizaciones empresariales, por el que se prorrogan los ERTEs asociados al covid-19 hasta el 30 de junio, con independencia del estado de alarma. La medida es una trivialidad de puro evidente, máxime cuando el fin del estado de alarma se va a acercar mucho al 30 de junio. Los empresarios se salieron con la suya en varias cosas; por ejemplo, considerar que los seis meses en lo que no se puede despedir a los acogidos a un ERTE se cuentan a partir de la fecha en que se inició y no, como pedían lo sindicatos, cuando se reintegren al trabajo. Nada muy grave (excepto para lo que lo sufran), digamos normal. 

Pero, claro, el gobierno, especialmente una de sus patas, no podía desperdiciar una ocasión de autobombo progresista, así que en sus media afines, el mensaje relevante, el que aparecía en letras grandes era, con muy ligeras variantes: “Las empresas domiciliadas en paraísos fiscales no podrán acogerse a los ERTE”. Muy progre, sí. Nos poníamos al nivel de Francia, Polonia y Dinamarca, y no es que los dos primero tengan gobiernos muy de izquierdas. Pero hay truco, un truco muy barato. Antes de nada, debo reconocer que no sé en que términos Dinamarca y Polonia han excluido de ayudas fiscales a sus empresa, y a lo mejor han sido tan trileros como aquí. En cualquier caso, el gobierno de Macron, y, concretamente el ministro de economía, Bruno Le Maire, lo tiene muy claro: “Toda empresa que tenga su sede fiscal o filiales en un paraíso fiscal será excluida de las ayudas de tesorería anunciadas estas últimas semanas”.

 Suena parecido pero es muy distinto; lo que diferencia a la medida francesa de la española es ese, en apariencia insignificante, ‘o filiales’. Si se hubiera incluido ese pequeño añadido aquí, 34 de las 35 empresas del Ibex no podrían beneficiarse, por ejemplo, de los ERTEs. Resulta que, de ellas, únicamente Aena carece de filiales en paraísos fiscales. Entre las otras 34 tienen 805 filiales. El Santander tiene 207 filiales, y ACS, de Don Florentino, 102. Que tengan aquí la sede central del holding o conglomerado no significa apenas nada como sabe quien tenga unas nociones del modus operandi de la multinacionales; de hecho, y llegado el caso, estas empresas pueden llegar a justificar ayudas fiscales en España por pérdidas mientras obtienen beneficios multimillonarios sin apenas impuestos en esa filiales a las que ilegal o ilegítimamente se han transferido las ganancias de otras sedes. Recomiendo encarecidamente la lectura o consulta del informe sobre el asunto de Oxfam de octubre del año pasado, en donde están lo datos que he empleado y, más interesante, explicaciones de cómo se las gastan estas empresas tan corporativamente responsables filantrópicas. Está en https://cdn2.hubspot.net/hubfs/426027/Oxfam-Website/OxfamWeb-Documentos/OxfamWeb-Informes/quien-parte-y-reparte-informe-ibex-2019.pdf 

Creo que, si no queremos contribuir a la reproducción de un estado de cosas que nos lleva, a corto plazo, al desastre, no ya como sociedad, sino como especie, estaría bien, siguiendo los consejos de Rawls, preguntarse primero por el qué de algo, y dejar un poco aparcado el si me interesa o no.

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