domingo, 3 de mayo de 2020



La trinchera de los balcones (4)


Este es, pues, el encaje de bolillos que se ven obligados a confeccionar los ‘padres de la Constitución’, casi un imposible. Tenemos un régimen dictatorial lleno de contradicciones y de dificultades para mantenerse en pie. La primera de ellas, no es trivial; se ha muerto el dictador que, por miedo y por devoción, permitía la reproducción de las estructuras de dominación pese a la creciente animosidad entre las fuerzas políticas de camisa vieja y camisa nueva (y con corbata) que dirigían la política del Estado. Se ha muerto sin sucesión, digamos carismática. En aquella época no sólo las izquierdas, también la derecha franquista consideraba que el nuevo rey, el encabezador de la ‘monarquía del 18 de julio’ era tonto. Luego, hemos podido comprobar todos que no era tonto, que era muy listo, demasiado listo; pero eso es otra historia. A todo esto hay que sumarle el antimonarquismo ideológico de algunas familias políticas del Régimen. 
En paralelo, la oposición extramuros, aquellos que quieren acabar con el Estado franquista, con dos instancias bastante diferenciadas, por un lado la presión internacional, ejercida sobre todo por los países democráticos europeos -los mismos que se lavaron la manos en la Guerra del 36-. Creo que a los poderes fácticos, a la oligarquía española, esto no le importaba demasiado, sabían bien que el dinero hace milagros y que tenían todo un país para vender. Por otro lado, estaba la lucha en auge del movimiento obrero y democrático, su organización en sindicatos ‘raros’, aún muy alejados de lo que han sido los sindicatos en los países demoliberales tras la II Guerra Mundial y lo que serían aquí no mucho después (esto me recuerda que ya no se habla de los nuevos pactos de la Moncloa; ¡ay, Iván Redondo!, que cada vez te pasas más de listo); recuérdese que, a la sazón y pese a los submarinos carrillistas, Comisiones Obreras se consideraba a sí misma un sindicato-movimiento y los más hiperventilados la veían como un embrión de los futuros soviets a la española. Y, a diferencia de lo que dijeran Le Monde o el New York Times, a nuestros poderes fácticos esto sí que les preocupaba, más exactamente, les aterraba. Y es que en España, hasta que ya todo ha quedado asolado, la burguesía creía mucho más que las burocracias social-comunistas en la posibilidad de una revolución socialista.

Los artífices de la Transición llevaron a cabo tan hercúlea superación de obstáculos en dos etapas.  Iba a escribir ‘intentaron llevar a cabo’, pero no sólo lo intentaron, lo consiguieron. No creo que detrás de tal hazaña hubiera mentes privilegiadas, y menos aún, un diseño y una planificación de ingeniería sociopolítica que se fuesen ejecutando como un mecanismo de precisión. Hubo mucha improvisación, mucho test&error y, digamos, una especie de red de seguridad, la inmensa mayoría silenciosa que, quizá quería cambios, pero sólo la puntita y que no doliesen. Fue muy desmoralizador para la izquierda rupturista comprobar cómo, tanto si se hacían las cosas mal (lo habitual, ciertamente) como si se hacían bien, el resultado era el mismo: mover a tres gatos y que te votaran dos. 

Dos etapas, decía. En la primera, se trataba de apaciguar los ánimos antagonísticos; se consiguió a base de miedo. A los franquistas, a la mayor parte, al menos, se les convenció de que si no tragaban con la Reforma, es decir, con un proyecto agonístico, tendría lugar la famosa vuelta de la tortilla, en forma de revolución; se mantendría el antagonismo, sí, pero esta vez sería ellos los eliminados de la política, y, como los rojos son muy salvajes, probablemente también eliminados sin más añadidos. A los rojos se les hizo ver lo mismo, contrario sensu, con la variante del golpe de Estado militar, en lugar de revolución proletaria y de que los asilvestrados liquidadores son aquí los fachas. Sobre este miedo recíproco, alimentado más de fantasías que de realidad, se fundó el nuevo Régimen llamado del 78. 

Si dar el primer paso merecía un sobresaliente, el segundo era de matrícula de honor. Una vez ‘edificado’ el R78, el objetivo siguiente era dotarle de estabilidad, lo que exigía, como a cualquier sistema político, imprimirle una dinámica de autoreproducción que le permitiera superar las dificultades que la marcha de la historia opone a cada paso. No bastaba el miedo, el coco de la revolución/golpe militar no podía mantenerse indefinidamente. De nuevo,  habia que crear. El tratamiento que hasta ahora, hemos visto que había sido similar para derecha e izquierda, se vuelve asimétrico. Empecemos por el de la derecha, distingamos dos enfoques de la misma. Desde el punto de vista socieconómico, la derecha, la burguesía, los ricos, habían vuelto a ganar la Guerra Civil. Todos sus intereses materiales se respetaron religiosamente, como no podía ser menos estando el alto clero entre su principales componentes. Ya  he hablado sobre esto y no insistiré. Pero hay una derecha, una categorización distinta de la derecha, cuya cohesión no procede de sus intereses comunes sino del compartir una ideología, es la derecha cultural. La España de la que el franquismo fue la quintaesencia, la España reaccionaria, clerical, antiilustrada, caciquil, adversaria de cualquier novedad, la España del señorito y el limpiabotas. Y, desventuradamente, no la integran sólo las capas más privilegiadas de la sociedad; son cerca de la mitad de la población. Esta derecha detesta a la otra parte, a la izquierda; la teme, cada vez menos, y la desprecia, cada vez más. Los rojos, todos esos subseres de natural traidor,  esos hijos desnaturalizados renegadores de la madre Patria, que forman la Antiespaña. ¿Cómo construir una relación de agonismo con unas personas que llevan el mal en sus genes? ¿Que tipo de razón comunicativa puede establecer un vinculo con quienes no pueden ser sino mendaces? ¿Que contrato cerrar con gente de índole deshonesta? 

(cont.)

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