sábado, 2 de mayo de 2020



La trinchera de los balcones (3)



La politóloga Chantal Mouffe, siguiendo en parte a Carl Schmitt, distingue dos formas de encarar el conflicto que subyace a toda política: el agonístico y el agónico. A partir de esta visión de que la política es, en lo esencial, el tratamiento de disputas entre colectivos que se agrupan por mantener o acabar con algún tipo de privilegio respecto al otro, habría, grosso modo,  dos formas de abordar el conflicto inmanente. La guerra y la política; dos marcos de acción colectiva entre las que hay un continuo, que yo, en la estela teórica de Clausewitz y Foucault, considero bidireccional. 

El antagonismo es la guerra. Guerra en un sentido amplio y no necesariamente bélico; puede ser la guerra (lucha) de clases marxiana, donde el proletariado ha de aniquilar a  la burguesía, como clase, para poder vivir dignamente, y entonces ya no como clase, sino como una comunidad de personas libres e iguales. Es decir, el conflicto antagónico enfrenta a dos bandos donde cada uno de ellos no da por legítima la existencia del otro, en tanto que supone que sólo puede subsistir si el otro desaparece. También aquí el concepto de desaparición no ha de tomarse en un sentido necesariamente físico, sino más bien político, puede ser la exclusión de uno de los grupos de la vida pública, del juego de poderes. Por ejemplo, la materialización de la democracia ateniense del siglo V a.E.C, conllevaba el tratamiento antagónico de los esclavos. 

El agonismo, por el contrario, organiza la coexistencia de grupos constituidos en torno a un conflicto dentro de una estructura institucional común. Esto exige un reconocimiento de cada parte al derecho a existir, física y políticamente, de la otra. También, aunque esto es ya problemático, una cierta identificación, aunque sea parcial y acompañada de otros elementos separadores; pensemos la conciencia emocional y racional de ser miembros de la misma nación. La política agonista puede implementarse de varias formas. La democrática pluralista mantiene el conflicto, pero lo suaviza y lo encauza mediante consensos y acuerdos parciales entre las dos partes en contradicción. Vayamos, con este ligero bagaje, a nuestra historia reciente.

Durante treinta y nueve años, desde el golpe de Estado militar hasta la muerte de Franco, este país vivió en guerra, los tres primeros años de conflicto bélico formal y los treinta y seis siguientes de una dictadura que negaba toda posibilidad de existencia civil a la izquierda, cristalizando así  el antagonismo entre las dos Españas al negar toda posibilidad de existencia civil a la izquierda.

Tras la muerte del tirano ya no era posible continuar la guerra -la paz de los muertos, esa respuesta genial a la machacona propaganda del Regimen franquista autoproclamando ser quien trajo y mantuvo la paz en España. Había llegado el momento de la política, de pasar de un régimen de antagonismo a otro de agonismo y de otorgarle, dadas las relaciones de fuerza internas y las circunstancias geopolíticas exteriores, la forma de democracia. Había que dar voz a los silenciados, como diría Rancière, dar parte a los sin parte, contar con los incontados. Como diría algún que otro politólogo, había que establecer un nuevo ‘contrato social’. 

Tarea no precisamente sencilla. Y se presentaba un problema añadido. Al elegir como nuevo marco político una democracia formal, se optaba implícitamente por uno de los bandos, el que había defendido la democracia y el Estado de Derecho, materializado en la II República, frente a quienes, de modo expreso, se reivindicaron antidemócratas y construyeron un Estado corporativo en las antípodas del Derecho liberal y de la democracia típica de los Estados de nuestro entorno geográfico y cultural (no, 'orgánica' no se acepta como anima de compañía de democracia). De algún modo, pues, el establecimiento de un régimen democrático era un restablecimiento y suponía algo que la derecha española captó con lucidez como un grave peligro (para ella) que era necesario evitar, que la proclamación de la democracia le daba la vuelta al resultado de la Guerra Civil, que los rojos, finalmente, habían vencido. Y tenían razón: eso habría representado la Ruptura frente a la reforma, y, por lo que se vio, nadie, de las viejas y nuevas élites, estaba por ella.

Hay que reconocer, en loor o en disculpa de los Carrillos, Gonzalez y cia (y CIA) que el embrollo a que tenían que dar una solución era de magnitudes cósmicas. Desde el punto de vista  socioeconómico y geoestratégico, había que mantener y reforzar el capitalismo y alinearse sin ambigüedad alguna con USA en la Guerra Fría, lo que se concretaba en la incorporación a la OTAN. Ambos, posicionamientos contrarios a lo que defendía el movimiento obrero y amplios sectores de clase media radicalizados. En cuanto a la política interna -el ámbito de libertad que nos dejaban nuestros ‘aliados’ internacionales-, se trataba de, con esos prerequisitos de capitalismo y atlantismo que ya lesionaban a una de las partes, crear un espacio jurídico-político agónico, que superara el antagónico del régimen franquista. 

Tan peliaguda tarea se desarrolló, como es sabido, mediante una negociación, y la ejecución coordinada de lo acordado, llevadas a cabo por élites, dirigentes de partidos tradicionales (izquierda) o nuevos (derecha) que se arrogaron la representación de esas dos Españas que habían de coexistir en un plano de igualdad política formal e imaginaria. En primer lugar estas élites necesitaban trabajar con libertad, sin presiones o interferencias y, menos aún, contrapoderes provenientes de instancias exteriores a sus conciliábulos. Así, se aprestaron a conseguir la mayor pasividad posible quienes podrían cuestionar sus acuerdos, unos la del ‘bunker’ fascista y otros la del movimiento obrero y de la entonces no insignificante ‘extrema izquierda’. 

Otro factor importante era la relación de fuerzas entre esas élites, particularmente entre las que representaban a las izquierdas y las que hacían lo propio con las derechas (no puedo detenerme aquí en las internas a cada bando). Como dijo felizmente Vazquez Montalban, ‘la correlación de debilidades’, señalando que lo que les movía a unos y otros era más el miedo que la afirmación de su poder sobre el otro. Mi impresión de entonces, en plena lucha anticapitalista, y la de ahora, en plena aceptación de las muchas derrotas que me ha tocado vivir, es que la burocracia del PCE y la tecnocracia de los jovencitos ‘socialistas’ de Suresnes temían tanto, si no más, a las masas de trabajadores en progresiva radicalización  que a los franquistas. No obstante, Intentando ser de nuevo justo con los líderes comunistas y socialistas de entonces, que tantas ruedas de molino hicieron tragar como si fueran dios bendito a las clases populares de este país, debe reconocerse que los 'reformistas de la derecha tenían un as en la manga, la amenaza de un golpe militar. Creo que de aquí derivan las otras dos grandes concesiones -otros, más entusiastas, las llamarán ‘traiciones’- junto a la económica (capitalismo) y la geopolítica (OTAN), de la Sagrada Transición: la monarquía y la unidad de España (en realidad, PCE y PSOE son partidos esencialmente jacobinos, y de ello tenemos confirmaciones muy cercanas), pero creo que entonces, al menos en el PCE y soleturas aparte, sí había gente que reconocía la existencia de las naciones vasca y catalana y defendían sinceramente el derecho a su autodeterminación).

(cont.)

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